jueves, 7 de abril de 2011

Cuento: Marienkind

¡Hola! Sé que llevo muchísimo tiempo con el blog abandonado, pero tengo la inspiración por los suelos y, cuando empiezo a escribir una entrada, me quedo en blanco y no sé expresar muy bien mis ideas ^^U

Así que hoy os traigo un cuento que encontré ayer mismo y que me llamó muchísimo la atención por su parecido a Barba Azul y su toque religioso.


Marienkind - La hija de la Virgen María
Hermanos Grimm
En la entrada de un extenso bosque vivía un leñador con su mujer y su única hija, una niña de tres años de edad, pero eran tan pobres que no podían mantenerla, pues carecían del pan de cada día. Una mañana fue el leñador muy triste a trabajar y cuando estaba partiendo la leña se le presentó de repente una señora muy alta y hermosa que llevaba en la cabeza una corona de brillantes estrellas, y dirigiéndole la palabra le dijo:

“Soy la Señora de este país. Tú eres un pobre miserable. Tráeme a tu hija, la llevaré conmigo, seré su madre y tendré cuidado de ella.”
 El leñador obedeció. Fue a buscar a su hija y se la entregó a la señora, que se la llevó a su palacio. La niña era allí muy feliz: comía bizcochos, bebía buena leche, sus vestidos eran de oro y todos procuraban complacerla.



Cuando cumplió los catorce años, la llamó un día la señora, y le dijo:


“Querida hija mía, tengo que hacer un viaje muy largo; te entrego estas llaves de las trece puertas de palacio. Puedes abrir las doce primeras y ver las maravillas que contienen, pero te está prohibido entrar en la última, que se abre con esta pequeña llave; guárdate bien de abrirla, pues te sobrevendrían grandes desgracias.”
La joven prometió obedecer, y en cuanto partió la señora comenzó a visitar las habitaciones. Cada día abría una diferente hasta que hubo acabado de ver las doce. En cada una se hallaba el sitial de un rey, adornado con tanto gusto y magnificencia que nunca había visto cosa semejante. Llenábase de regocijo, y los pajes que la acompañaban se regocijaban también como ella. No le quedaba ya más que la puerta prohibida, y tenía grandes deseos de saber lo que estaba oculto dentro, por lo que dijo a los pajes que la acompañaban:

- “No quiero abrirla toda, mas quisiera entreabrirla un poco para que pudiéramos ver a través de la rendija.” - “¡Ah! ¡No!” -dijeron los pajes- “Sería una gran falta, lo ha prohibido la Señora y podría sucederte alguna desgracia.”

La joven no contestó, pero el deseo y la curiosidad continuaban hablando en su corazón, atormentándola sin descanso. Apenas se marcharon los pajes, dijo para sí:

“Ahora estoy sola, y nadie puede verme.”
Tomó la llave, la puso en el agujero de la cerradura y le dio vuelta en cuanto la hubo colocado. La puerta se abrió y apareció, en medio de rayos del más vivo resplandor, la estatua de un rey magníficamente ataviada. La luz que de ella se desprendía le tocó ligeramente en la punta de un dedo y se volvió de color de oro. Entonces tuvo miedo, cerró la puerta muy deprisa y echó a correr, pero continuó teniendo miedo pues, aunque se lavó las manos varias veces, el color dorado de su dedo no desaparecía.  

Al cabo de algunos días volvió la Señora de su viaje. Llamó a la joven y le pidió las llaves de palacio. Cuando se las entregaba le preguntó:

-“¿Has abierto la última puerta?”
- “No”- le contestó.

La Señora posó su mano sobre el corazón de la niña, sintió que latía con mucha violencia y comprendió que había violado su mandato y abierto la puerta prohibida. Díjole sin embargo otra vez.

-“¿De veras no lo has hecho?”
- “No” contestó la niña por segunda vez.

La Señora miró el dedo, que se había dorado al tocarle la luz; no dudó ya de que la niña era culpable y le dijo por tercera vez:

“¿No lo has hecho?”
- “No”- contestó la niña por tercera vez.

La Señora le dijo entonces: 

“No me has obedecido y me has mentido; no mereces estar conmigo en mi palacio.”  
La joven cayó en un profundo sueño y cuando despertó estaba acostada en el suelo, en medio de un lugar desierto. Quiso pedir ayuda, pero no podía articular una sola palabra. Se levantó y quiso huir, mas por cualquiera parte, que lo hiciera, se veía detenida por un espeso bosque que no podía atravesar. En el círculo en que se hallaba encerrada encontró un viejo árbol con el tronco hueco que utilizó como refugio. Allí dormía por la noche, y cuando llovía o nevaba, encontraba allí abrigo. Su alimento consistía en hojas y hierbas, las que buscaba tan lejos como podía llegar. Durante el otoño reunía una gran cantidad de hojas secas, las llevaba al hueco y en cuanto llegaba el tiempo de la nieve y el frío, iba a ocultarse en él. Gastáronse al fin sus vestidos y se le cayeron a pedazos, teniendo que cubrirse también con hojas. Cuando el sol volvía a calentar, salía, se colocaba al pie del árbol y sus largos cabellos la cubrían como un manto por todas partes. Permaneció largo tiempo en aquel estado, experimentando todas las miserias y todos los sufrimientos imaginables.  

Un día de primavera cazaba el rey del país en aquel bosque y perseguía a un corzo. El animal se refugió en la espesura que rodeaba al viejo árbol hueco. El príncipe bajó del caballo, separó las ramas y se abrió paso con la espada. Cuando hubo conseguido atravesar la maleza, vio sentada debajo del árbol a una joven maravillosamente hermosa, a la que cubrían enteramente sus cabellos de oro desde la cabeza hasta los pies. La miró con asombro y le dijo:


“¿Cómo has venido a este desierto?”
Mas ella no le contestó, pues le era imposible despegar los labios. El rey añadió, sin embargo:

- “¿Quieres venir conmigo a mi palacio?”

Ella le contestó afirmativamente con la cabeza. El rey la tomó en sus brazos, la subió en su caballo y se la llevó a su morada, donde le dio vestidos y todo lo demás que necesitaba, pues aun cuando no podía hablar, era tan bella y graciosa que se enamoró y se casó con ella. 

 
Había transcurrido poco más de un año, cuando la reina dio a luz un hijo. Por la noche, estando sola en su cama, se le apareció su antigua señora, y le dijo así:

-“Si quieres contar al fin la verdad y confesar que abriste la puerta prohibida, te abriré la boca y te devolveré el habla, pero si te obstinas e insistes en el pecado y la mentira, me llevaré conmigo tu hijo recién nacido.”

Entonces pudo hablar la reina, pero dijo solamente:

-“No, no he abierto la puerta prohibida.”

La señora le quitó de los brazos su hijo recién nacido y desapareció con él. A la mañana siguiente, como no encontraban el niño, se esparció el rumor entre la servidumbre de palacio de que la reina era una ogra y le había matado. La reina todo lo oía y nada podía contestar, pero el rey la amaba con demasiada ternura para creer lo que se decía de ella.

 Transcurrido un año, la reina tuvo otro hijo. La Señora se le apareció de nuevo por la noche y le dijo:

-“Si quieres confesar al fin que has abierto la puerta prohibida te devolveré a tu hijo y te desataré la lengua, pero si te obstinas en tu pecado y continúas mintiendo, me llevaré también a este otro hijo.”

La reina contestó lo mismo que la vez primera:

-“No, no he abierto la puerta prohibida.”

La señora cogió al niño en brazos y se lo llevó a su morada. Por la mañana cuando se hizo público que el niño había desaparecido también, se dijo en alta voz que la reina lo había devorado y los consejeros del rey pidieron que se la procesase, pero la amaba tanto que les negó el permiso y les ordenó que no volviesen a hablar más del asunto bajo pena de muerte. 

 
Al año tercero la reina dio a luz una hermosa niña. La Señora se presentó de nuevo durante la noche y le dijo:

-“Sígueme.”

La cogió de la mano, la condujo a su palacio, y le enseñó a sus dos primeros hijos que la conocieron y jugaron con ella, y como la madre se alegraba mucho de verlos, le dijo la señora:

-“Si quieres confesar ahora que has abierto la puerta prohibida, te volveré a tus dos hermosos hijos.”

La reina contestó por tercera vez:

-“No, no he abierto la puerta prohibida.”

La Señora la condujo de vuelta a su habitación y se llevó a su hija. 

A la mañana siguiente, viendo que no la encontraban, decían todos los de palacio a una voz:

-“¡La reina es una ogra, hay que condenarla a muerte!”

El rey tuvo que obedecer a sus consejeros y de esta manera la reina compareció delante de un tribunal, y como no podía hablar ni defenderse, fue condenada a morir en una hoguera. Estaba ya dispuesta la pira, atada ella al palo, y la llama comenzando a rodearla, cuando el arrepentimiento tocó a su corazón.



“Si pudiera” -pensó- “confesar antes de morir que he abierto la puerta...- y exclamó- ¡Sí, Señora, soy culpable!”

Apenas se la había ocurrido este pensamiento, cuando comenzó a llover y se apareció la Señora llevando a sus lados a los dos niños que habían nacido primero y en sus brazos a la niña que acababa de dar a luz, y dijo a la reina con un acento lleno de bondad.
“Todo el que se arrepiente y confiesa su pecado, es perdonado.”
La entregó sus hijos, le desató la lengua y la hizo feliz por el resto de su vida. 

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Ilustraciones:
-Oskar Herrfurth
-Heinrich Lefler and Joseph Urban


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